La Dialéctica Antigua Como Forma de Pensamiento
(Cuarta Parte)
Edwald V. Iliénkov
[Sócrates-Platón]
Sócrates se aproxima mucho a los
sofistas: él también se aparta resueltamente de la investigación de la
naturaleza fuera del hombre, de la “física” naturfilosófica de los
presocráticos. Toda su actividad intelectual transcurre en la esfera de la
ética (en su amplia comprensión antigua). Coincidente es también su comprensión
de la “dialéctica”: para él ésta también es ante todo el arte de la discusión,
en la cual él no cede al sofista más mañoso; y los contemporáneos no
casualmente lo confunden con los sofistas, lo que se hace evidente en la
comedia de Aristófanes “La nube”, donde éste se representa sentado en un cesto
parloteando típicos discursos sofistas. Sin embargo, aquí maduraba una posición
completamente distinta.
Es necesario, claro
está, contar con que nuestro conocido filósofo Sócrates es solo un pseudónimo
bajo el cual se esconde Platón, el autor de los “diálogos socráticos”. Y claro
que el Sócrates de Platón no es del todo el Sócrates históricamente cierto.
Éste es un Sócrates corregido, “mejorado”, revisado por Platón; pero con pleno
derecho, pues las tendencias fundamentales de su actividad realmente llevaban a
la senda del platonismo. Eran hombres de un mismo círculo, del mismo talante,
de las mismas preocupaciones: del mismo círculo aristocrático que veía en el
pensamiento de los sofistas una amenaza a la estabilidad ateniense.
La base terrenal
del platonismo es, claramente, el temor plenamente comprensible de la
aristocracia ateniense, que veía que la degeneración de la democracia en
“anarquía” –que tenía precisamente en la actividad de los sofistas su expresión
teórico-filosófica– amenazaba a la ciudad con grandes desgracias. La salvación
de la polis natal con su cultura, Platón (representando, claro está, no solo a
sí mismo, sino también a un amplio círculo de sus correligionarios) la veía en
la afirmación de la autoridad de algún sistema de sólidos principios del rango
ético-político, de normas comunes de comportamiento y de relación hacia los
acontecimientos: aquel mismo “único” y “universal” que fue puesto en entredicho
por el pensamiento de los sofistas. La cuestión era que “la libertad subjetiva
actuaba como algo que llevaba a Grecia a la muerte”.10 Sí, la
democracia ateniense realmente resultaba impotente, descubriendo en todo
momento sus aspectos negativos. Sí, no puede sostenerse una ciudad donde cada
uno va por su cuenta, como átomos, y donde el vínculo común de los ciudadanos,
su unidad, garantizada por las normas comunes de conducta y pensamiento, no
solo comienza a parecer, sino que en la práctica se convierte en ficción, y la
conducta de cada cual es dictada por su interés “particular”...
La actividad de los
sofistas, su filosofía, empezó a tomarse del lado de estas fatales
consecuencias como una charlatanería elocuente, que escondía en sí el interés
particular que no contaba con los intereses de la polis.
Platón también
interviene como el más consecuente defensor de este principio.
La “dialéctica”
sofista es conocida maravillosamente por Platón; conoce su fuerza destructora,
y por eso comprende que esa fuerza es imposible de vencer si no se es más
fuerte que ella, si no se adopta en ella su aguda arma, si no se toma ésta en
las propias manos, si no se erige en defensa de una “buena causa”: el “bien de
Atenas”, el bien del todo, el bien de lo universal, el bien de lo único... La
dialéctica debe ser no solo un arma de destrucción, de disolución de los principios generales sobre los cuales
se fundamenta y puede mantenerse la gloria moral y política de Atenas; sino
también debe ser un arma de creación, un arma de conservación y fortalecimiento
de estos principios. El interés del individuo debe callar allí donde se trate
de los intereses de la polis, del Todo, de lo Universal, de lo Único y de su
Bien.
Por esto se explica
plenamente ese pathos combatiente con
el cual Platón embiste la fuerza de su talento como escritor hacia la sofística
y el atomismo. Demócrito y Gorgias eran para él el mismo mundo mugriento; en
ellos él ve la misma fundamentación teórico-filosófica de la anarquía, de la
divergencia, de la arbitrariedad. Y es que la proyección del atomismo de
Demócrito en la esfera de la ética llevaba a las mismas conclusiones de la
sofística: el bien del hombre entendido atomísticamente, “la mejor disposición
del alma del individuo”, el individualismo (en griego antiguo “átomo” significa
lo mismo que en latín “individuo”).
La herida solo
puede ser cicatrizada por aquella misma arma que la produjo: la dialéctica. Y
Platón la toma para armarse, teniendo en cuenta la destrucción de las “falsas”
representaciones y al mismo tiempo la confirmación y fundamentación de las
“verdaderas”. El principal enemigo para él lo era la naturfilosofía de los
presocráticos, representada en la figura de Demócrito con su “atomismo”, con su
interpretación “corporal” del “ser” y el “no-ser”, de “lo uno y lo múltiple”,
de “lo divisible y lo indivisible”, etc., etc. Demócrito era para Platón un
enemigo mortal; hay aquí una guerra de aniquilamiento, guerra sin compromiso, y
en toda la línea Platón formula sus concepciones como antítesis directa a esta
odiosa doctrina. Incluso en las cuestiones matemáticas, en la comprensión de la
esencia de la geometría y de su relación con la realidad sensible. El átomo de
Demócrito es corporal, tridimensional, y las representaciones geométricas solo
cuantos abstractos de él, proyecciones bidimensionales del “cuerpo”. Platón
destruye el “cuerpo” de “figuras”, “imágenes”, “eidos” bidimensionales –esto es: incorporales–; ellas son para él
la realidad más certera y genérica de la geometría, más que el “cuerpo”; y con
esto atrae para sí las simpatías de los matemáticos, para quienes las
abstracciones del punto, la línea, el área, representan algo primario, más que
el cuerpo “tridimensional”, más que la estereometría... Y es que en el
pensamiento del geómetra, el cuerpo realmente se forma y se delimita por el
área, el área por las líneas, etc., etc. Estas no son “abstracciones” del
cuerpo, sino aquellos elementos primarios de los cuales está formado el
“cuerpo”, de cuya unión surge el cuerpo...
La relación de
Platón hacia la matemática es una cuestión complicadísima, pero el hecho es el
hecho: las ilusiones idealistas de Platón coinciden aquí con aquellas ilusiones
que la matemática contemporánea a él creaba por su cuenta, a cuenta de la
esencia de sus abstracciones y sus relaciones con la realidad empíricamente
percibida.
Y por cuanto
Demócrito entró en la historia no solo como filósofo, sino también como
matemático, que adelantó la idea –en base a su atomismo– del cálculo
infinitesimal, que resolvió la tarea de calcular el volumen de la esfera, de la
pirámide y de otras figuras, que explicó a su manera el secreto de la constante
ϖ y el fenómeno de la
inconmensurabilidad de la diagonal del cuadrado con uno de sus lados, Platón
presenta combate en este plano.
Pero el principal
recurso “fáctico” de Platón en su guerra contra el atomismo y la sofística es,
claro está, el propio hecho que milenios más tarde se mantiene como obstáculo
para el materialismo (y para el idealismo subjetivo) y, al mismo tiempo, suelo
para el idealismo objetivo: esto es, ante todo, el hecho real del dominio del
“todo” social sobre el individuo. El sistema históricamente desarrollado de la
cultura, contrapuesto al individuo como sistema jerárquicamente organizado de
normas generales que determinan la actividad del individuo en cualquier esfera
y que “define” su conducta y pensamiento en situaciones singulares, mucho más
rigurosamente que los deseos, opiniones e impulsos de los propios individuos.
Con las limitaciones dictadas por estas normas (normas de la cultura de vida,
normas del derecho, de la moral, y después también de la gramática, de la
sintaxis y otras más) el individuo se ve obligado desde la infancia a contar
con algo independiente por entero de los caprichos y de la voluntad consciente,
con algo enteramente objetivo. Esta
“objetividad” singular (es decir, la independencia respecto a la conciencia y
la voluntad de una persona por separado) se diferencia bastante esencialmente
de la objetividad natural. Ella es creada por los propios hombres (seres
dotados de conciencia y voluntad); el “pensamiento” la ve como un producto de
ellos, que adquiere una existencia separada de ellos (“objetiva”). Y por cuanto
el individuo “se relaciona” con este singular mundo de “normas” en el curso de
su formación, por cuanto él se convierte en “ciudadano” (esto es, en representante
de una cultura dada), apropiándoselas una vez listas, como algo “general”, y
luego dirigiéndose por ellas en cada caso por separado, estas “normas
universales” adoptan para él la significación de formas “a priori” (dadas de antemano) de su propia actividad.
En general y en su
totalidad este es el mismo hecho, el cual más tarde adquirió el título en Kant
de “formas trascendentales apriorísticas de la sensibilidad y del
entendimiento” y en Hegel de “formas lógicas absolutas” (es decir, que no surgieron
de ningún lado y bajo ninguna condición).
Estas formas de la
actividad humana no pueden entenderse ni “deducirse” directamente “de la
naturaleza”. De la investigación de la naturaleza no pueden comprenderse ni las
particularidades de la democracia ateniense, ni el régimen de castas de Egipto,
ni los cuarteles militares de Esparta: esto lo entiende Platón magníficamente.
Y aquí no hay todavía ni un ápice de idealismo. “De la naturaleza directamente
no desenmascararás ni a un regierungsrat”
(informante secreto), –dice también con pleno derecho el materialista Ludwig
Feuerbach. Esta es una objetividad peculiar, no natural, la objetividad de los
postulados y de las instituciones sociales que los conservan. Es una
objetividad, en esencia, ideal,
conformada históricamente, que no encierra en sí “ni un gramo de sustancia
sensible” (como, por ejemplo, el valor
o la “valía” de la cosa).
El enigma de este
género de “formas objetivas”, que determinan la actividad humana, su evidente
“idealidad”, es decir, el hecho de que ellas no tienen nada en común con la
forma corporal, sensiblemente perceptible, del cuerpo en que ellas están
“cosificadas”, “realizadas”; este enigma siempre sirvió de suelo nutriente para
el idealismo objetivo; el idealismo, cuya forma clásica creó precisamente
Platón, y su especie definitiva, Hegel.
Estas formas
“enajenadas” –“encarnadas” en la substancia de la naturaleza– son en esencia
formas (modos) de la actividad social humana, de la actividad del ser pensante.
En la propia naturaleza ellas sencillamente no se encuentran; son
“introducidas” en la naturaleza por la actividad formadora del hombre (como,
por ejemplo, en la arcilla el alfarero hace una jarra, y luego la imagen ideal
–es decir, solo representada– de la jarra que hay en la imaginación del
trabajador se reproduce en un conjunto de ejemplares semejantes unos a otros,
que reproducen el mismo prototipo (“ideal”), la misma “idea”, la misma
intención, el mismo plan.
Teniendo ante los
ojos este “modelo” es fácil comprender también la lógica del pensamiento de
Platón, la esencia del “platonismo”, y de paso también la del hegelianismo,
para el cual todo el mundo sensible es solo un colosal conjunto de copias
reproducidas muchas veces a partir de uno y el mismo original incorpóreo (imaginado
solamente)...
El sistema de
Platón (y posteriormente el de Hegel) está dibujado realmente desde simplísimos
esquemas de la actividad –conformada y orientada a un objetivo– que realiza el
hombre social, quien cumplimenta en la sustancia de la naturaleza una
determinada “forma”, que no es propia de esta naturaleza en sí, ya sea la forma
de la jarra o del hacha, la forma del “valor” o la forma (estructura) de un
satélite artificial de la Tierra, una norma gramatical o moral; en la
naturaleza como tal esta forma no la verás, en la arcilla no está escrito que
ella esté obligada a convertirse en jarra. Esta es la forma “sobrenatural”
(socio-histórica), realizada en la naturaleza, del ser de las cosas, de su
determinación socio-histórica, de su rol y su cometido en el sistema de la
actividad social humana.
Por cuanto en
relación con el individuo la cultura (es decir, el sistema históricamente
formado de normas de conducta y actividad) interviene como algo determinante de todas sus acciones, por
tanto, este propio individuo con su cuerpo se interpreta en este sistema como
una “encarnación” singular de lo “universal”, de la norma general que expresa
el interés del “todo”, de lo “único”...
Por cuanto el
sistema de normas generales, por las que se regula la relación social humana
con la naturaleza (con todo lo “corporal”, incluido su propio cuerpo), se
contrapone verdaderamente al individuo como una realidad internamente
organizada, como una realidad (“objetiva”) existente fuera e independientemente
del individuo, con cuyas exigencias él está obligado a contar no menos, sino
más y con mayor atención, que con los deseos de su alma “singular” (o de su
cuerpo, da igual), por tanto, a un individuo socialmente formado, la concepción
de Platón y de Hegel inmediatamente parece más convincente, más adecuada a su
experiencia vital que las teorías de los presocráticos. Aquí del lado de Platón
está la fuerza del hecho –del hecho registrado por él, pero (como en Hegel más
tarde) incomprendido (o, lo que es lo mismo, comprendido falsamente).
Pero aquí de pronto
aparece un nuevo corte en el objeto de investigación: si los presocráticos y
los sofistas intentaron comprender el “pensamiento” investigando el modo de la
relación del hombre singular (comprendido por ellos como completamente
corporal) hacia la naturaleza de igual modo corporal, hacia todo lo restante;
en Platón, sin embargo, la línea divisoria entre lo “subjetivo” y lo “objetivo”
pasa ya a través del cuerpo del propio hombre, dividiéndolo a la “mitad”: en
cuerpo y alma. En calidad de ser sensible objetivo, el hombre pertenece al
mismo mundo de las cosas fuera de él, y, por tanto, la representación sensorial
del individuo sobre las cosas es un hecho que pertenece al mundo sensible,
“material”. Al mundo exterior y a la sensibilidad del hombre, agrupados en una
categoría, se le contrapone el “alma pensante” (como principio incorpóreo,
activo, formador). Y si lo “sensible” es la esfera de lo singular, de lo
casual, de lo individual, el alma pensante pertenece al elemento de lo
Universal, del Todo, de lo Uno.
Esto, en general,
es lo mismo que dijera también dos mil años después Hegel. El “grano racional”
de esta posición se encierra en la descripción del “lado activo” de la relación
del hombre social con la naturaleza, incluyendo la naturaleza del propio
cuerpo, cuyas funciones todas se “determinan” por las normas de la cultura –más
aún, mientras más se desarrolle.
En la persona de
Platón el pensamiento humano realiza la reflexión, se dirige hacia sí mismo,
hacia el sistema de aquellas normas generales, las cuales cual ley regulan el
proceso del conocimiento pensante. Como objeto del pensamiento aquí aparece el
propio pensamiento, las categorías, en las cuales éste acomete la reelaboración
de las imágenes sensibles. Originariamente este viraje “para sí” no podía
tampoco transcurrir de otra forma que no fuera en la del idealismo objetivo, es
decir, en la forma de la representación de que el sistema de las normas
universales de la actividad del hombre es una realidad independiente,
contrapuesta a todo lo sensible, internamente organizada, encima una “realidad”
ideal, desprovista de la sustancia de la sensibilidad.
Con otras palabras,
en la historia de la filosofía antigua Platón lleva a cabo algo similar a
aquello que hizo Hegel en la filosofía moderna: en la práctica él investiga la
conciencia social de su tiempo, históricamente desarrollada, con su fuerza
espontánea imponiéndose al individuo; descubre los principios universales que
se dibujan en el análisis de la conciencia, son en esencia esquemas ideales
increados, eternos e inmóviles.
Contemplando la
práctica real del pensamiento a él contemporáneo, Platón fácilmente observa que
el hombre en el propio acto de comprensión del hecho singular, en el propio
acto de la expresión verbal de este hecho ya se utiliza una determinada
categoría universal, un determinado punto de vista universal del hecho, a
través del cual este hecho es visto exclusivamente tal y como es comprendido.
Con otras palabras, Platón fija aquella circunstancia de que el hombre en su
relación activa con las cosas –sea en una acción real o en una acción
cognoscitiva– siempre se para sobre el suelo de una norma, concepto o categoría
universal – desarrollada en la práctica– y que precisamente la norma o la categoría,
y no el hecho sensible singular como tal es el verdadero fundamento de la
postura “racional” o de la conciencia sobre la cosa.
Y si los sofistas
redujeron el problema de lo universal al problema del significado de la
palabra, es decir, a una cuestión exclusivamente semántica sobre los límites de
aplicación de la palabra, Platón lleva la cuestión a otro plano más profundo. A
primera vista él también investiga el significado de las palabras, palabras
tales como el “bien”, la “justicia”, la “belleza” o la “verdad”, el “ser” o lo
“múltiple”. Sin embargo, aquí en la práctica se realiza una investigación
distinta del todo, mucho más profunda. La definición exacta de aquel “sentido”
que le da el hombre a la palabra es para Platón solo la premisa de una verdadera
discusión sobre la esencia del asunto,
sobre el sentido del “objeto” del
diálogo. El sentido exacto de la palabra, según Platón, puede ser establecido
solo según el esclarecimiento del sentido del “objeto”, el cual con esta
palabra solo es designado, y no al contrario, como ocurre con los “erísticos”
(es decir, con los sofistas).
Pero el “objeto”,
se relacione con la actividad social del hombre o con la naturaleza, siempre
tiene para el hombre un “sentido” objetivo, que no depende del capricho individual
de quien hable. Este mismo “sentido del objeto” en el sistema de la vida social
humana el idealismo objetivo en general lo toma también inmediatamente por la
definición absoluta del objeto mismo en sí, por su designación eterna,
invariable y, por demás, puesta por el espíritu en el sistema de la realidad.
Dentro mismo de la actividad humana el “significado” de cualquier objeto puede
ser fácilmente relacionado con el “bien común” como principio supremo. La
representación idealistamente torcida sobre el “bien” del organismo social
resulta también en Platón ese supremo principio con el que se relaciona
cualquier representación singular y cualquier “opinión”, ese criterio
universal, desde el cual se mide la “veracidad” de esta “opinión”.
El pensamiento –la
consideración pensante de las cosas– se interpreta en Platón como capacidad de
captar el orden “universal” de las cosas, con el cual cada hecho singular, cada
postura, fenómeno u opinión tiene que relacionarse. Con otras palabras, en el
sistema de Platón las cosas se toman de golpe como idealizadas, como
encarnaciones singulares de aquellos “géneros” y “especies” que están
expresados en un sistema de conceptos y categorías socialmente desarrollados,
en el esquema cosmovisivo de la conciencia social a él contemporánea. Dentro de
este esquema cada “género” y “especie” tiene un “sentido” plenamente
determinado, que expresa el rol inmediatamente objetivo de las cosas al
interior del mundo humano, al interior del ser social de las cosas (es decir,
de su “ser-para-otro”, para el hombre social que produce su propia vida).
El idealismo
objetivo, tanto en Platón como más tarde en Hegel, estriba en general en tomar
directamente el rol objetivo de la cosa al interior de un organismo social, la
forma histórico-concreta de su ser, por una característica absoluta, eterna e
inmutable. Con otras palabras, el rol objetivo –esto es: existente fuera e
independientemente de la conciencia– de la cosa para el hombre (¡no para el
individuo, sino para el hombre social, total!) se destaca por su “concepto”,
por la expresión de su esencia inmanente.
Así, al interior
del sistema de relaciones sociales de los tiempos de Platón y Aristóteles, el
trabajo físico es tarea de esclavo, el trabajador es un esclavo. Esta
disposición de cosas no tiene lugar en absoluto en la conciencia, sino en la
propia realidad objetiva. Esta forma históricamente transitoria se toma por una
forma acorde a la “razón”, por una forma acorde al “bien”. El “auténtico” y
“verdadero” ser de la cosa cicatriza de esta manera con su designación al
interior de un sistema dado, históricamente formado, de relaciones sociales
entre los hombres y las cosas, con su rol en el proceso de realización de los
fines del hombre. Por cuanto el “bien” funciona como el fin supremo, “universal”,
con el que se relaciona cualquier hecho singular y único, es decir, la
necesidad idealistamente comprendida de conservación del “todo”, de todo el
sistema dado de relaciones de los
hombres y las cosas, por tanto, la categoría “bien” pierde su carácter
estrechamente ético y se convierte en piedra angular de todo el sistema de
conceptos que expresan los “géneros” y “especies” de las cosas. La
contemplación de todas las cosas bajo la categoría del “bien” es también, para
Platón, el principio metodológico superior de la comprensión objetiva, de la
elaboración de aquella definición del objeto que exprese su lugar y papel en el
sistema cosmovisivo.
Por eso, el
idealismo objetivo está indisolublemente ligado al principio teleológico. El
esquema ideal de la realidad adquiere en Platón también el carácter de una
construcción piramidal, en la cual el “bien” constituye el principio supremo
“indeterminado”. Todas las categorías restantes de “géneros” y “especies” se
encuentran aquí en una relación de subordinación, intervienen como peldaños de
la concreción del “bien” universal. En forma del “bien” Platón encuentra aquel
punto de vista general estable, con el cual las cosas son vistas tal “como
verdaderamente son”, y no tal como ellas le parecen al individuo; y al mismo
tiempo son el criterio con cuya ayuda puede “medirse” el valor de la opinión
individual. Esto resulta posible porque el propio individuo con sus opiniones
realmente está incluido en el sistema de la realidad y se conduce dentro de
esta, en correspondencia con aquel esquema ideal, el cual supuestamente también
aclara la razón pensante con la ayuda de la dialéctica.
En la vida real el
individuo se relaciona con cualquier cosa tal y como exige su “concepto”, es
decir, su rol y su “designio” socialmente humano –y no puramente natural–
expresados en la conciencia. Este “concepto” se contrapone tanto al individuo
como a la imagen sensible, directamente natural, de la cosa en la conciencia.
Por cuanto el individuo en sus relaciones con las cosas realmente se subordina
a este concepto, en el cual se expresa el poder social sobre las cosas,
contrapuesto al propio individuo como fuerza ajena e independiente de él, el
“concepto” al final interviene como el “auténtico” ser de las cosas, por demás
ideal.
El idealismo
objetivo mistifica así mismo no otra cosa que el ser práctico humano de las
cosas, fuera de la conciencia. De esta forma este, de una parte, escapa del
absurdo del solipsismo, y de otro lado, de nuevo lleva la cuestión de la
relación del pensamiento hacia el ser a un plano propiamente filosófico y aquí
se enfrenta al materialismo. Un esquema ideal de la realidad, que relaciona
todos los “géneros” y “especies” de las cosas con el “bien” como su propio
principio universal: tal es el esquema, según el cual el hombre social se
orienta en la verdadera realidad existente fuera de la cabeza. No es la fuerza
de la razón pura. Se sobrentiende, la que lo compele a actuar según este
esquema, sino la fuerza del organismo social que se contrapone tanto al individuo
como a la naturaleza.
Por eso es que en
el esquema de las ideas de Platón encuentra también su expresión idealista
invertida la realidad social humana de
las cosas, independiente de la conciencia.
La dialéctica en
Platón consiste también en saber seguir sistemáticamente los contornos de
aquella realidad, dentro de la cual vive y actúa el hombre; consiste en el arte
de la clasificación rigurosa de “géneros” y “especies”, de su diferenciación y
subordinación. Pensando los “géneros” y “especies” el filósofo tiene que ver
directamente con aquel esquema ideal por el cual está construido el mundo, con
aquel esquema, dentro del cual cada cosa ocupa un lugar rigurosamente
determinado y en el cual adquiere significación. Con otras palabras, en el
pensamiento es que se realiza inmediatamente el orden ideal “inteligente” de
las cosas.
Y por cuanto se
trata del saber, en Platón se toma en cuenta solo el saber racional: el saber
adquirido por la razón con ayuda de la dialéctica, con ayuda del arte de captar
el orden racional de las cosas. La percepción sensorial no es conocimiento: es
un hecho que pertenece a la esfera de lo “material”, sensorial-objetual. Con
otras palabras: la teoría del saber coincide orgánicamente en él con la
dialéctica como modo de contemplación pensante de las cosas.
Desde el punto de
vista subjetivo la “dialéctica” consiste en “saber preguntar y responder”, es
decir, investigar directamente no las cosas sensorialmente perceptibles, sino
las cosas en tanto ya han encontrado su expresión ideal en la opinión, en la
determinación. La dialéctica rastrea las opiniones del interlocutor, que vagan
de un lado a otro y, confrontándolas entre sí demuestra que se contradicen unas
con otras al mismo tiempo, abordando las mismas cosas, en la misma relación, en
el mismo modo.
La dialéctica, por
consiguiente, consiste en saber descubrir la contradicción en las determinaciones del objeto, y tras esto
encontrar la solución de esta contradicción por la vía de mostrar cómo la
contradicción revelada se extingue en un género superior o, al contrario, cómo
un género superior se desmembra en los contrarios que contiene. En sus
diálogos, Platón demuestra magistralmente el hecho de que la definición exacta
y rigurosa del término que significa el objeto inevitablemente lleva a la
aparición de otra definición que parte de los mismos fundamentos, pero que es
directamente contraria a la primera. La contradicción entre la concreta
totalidad del objeto y la abstracción racional del mismo es fijada por Platón,
consiguientemente, en esta propia forma en la cual esta contradicción se
realiza efectivamente en el pensamiento: como una contradicción entre dos abstracciones racionales (por
eso sería útil que los diálogos de Platón fueran releídos por los lógicos
contemporáneos, quienes ven en la “definición rigurosa y exacta de los
términos” la panacea de todas las desgracias y dificultades del conocimiento
pensante).
Desde el punto de
vista objetivo, entonces, la dialéctica es la expresión inmediata (más
exactamente: la encarnación del esquema ideal de géneros y especies de la
realidad, dentro del cual cada objeto adopta solamente un sentido, una
significación racionalmente alcanzada. En Platón no había y no podía haber una
diferencia de principio entre la dialéctica como modo del conocimiento pensante
(la “lógica”) y la dialéctica como doctrina de la realidad “atrapada por la
razón” (la “ontología”, si usamos este término en extremo condicionado). Su
coincidencia se encierra en el principio fundamental, en el propio planteamiento
de la cuestión, surgido de la discusión con la sofística.
Si los sofistas en
calidad de “medida de todas las cosas” toman al individuo, para Sócrates-Platón, como exactamente formuló Hegel,
“el hombre en calidad de pensante es
la medida de todas las cosas”. El pensamiento es precisamente aquella capacidad
que permite ver las cosas directamente a través del prisma de la universalidad.
El propio hombre, por cuanto en tanto en calidad de individuo pertenece al
mundo de la realidad sensorialmente perceptible, es una cosa como cualquier
otra para la consideración pensante. Él mismo, por estados subjetivamente
matizados y por su peculiaridad de “especie”, se hace aquí objeto de
contemplación supuestamente “desde fuera”. A él mismo se le aplica una
determinada “medida” universal, un criterio expresado en la conciencia en forma
de “sentido” socialmente legitimado de la palabra y de la cosa u objeto.
Y por cuanto tanto
la palabra como la cosa tienen realmente para el hombre su sentido
completamente independiente de los intereses individuales y singulares
(particulares), Platón adopta una posición desde la cual convencidamente carga
contra los sofistas. El pensamiento, entonces, como capacidad directamente
social, es tomado por él como capacidad de vislumbrar el significado
exclusivamente universal de las cosas. En el pensamiento el hombre debe
deslindarse conscientemente de su visión estrechamente individual de la cosa,
de su relación de egoísta e interesada hacia esta y reflejar la cosa en su
significado puramente universal.
La dialéctica, por
tanto, es definida por Platón como la mayor y principal de las “depuraciones”11,
como la “depuración” de todo lo individual, singular, casual, interesado,
egoísta. La definición debe llevar la cosa a su estricta universalidad abstracta,
y solo bajo la forma de definición la “cosa” se torna objeto del pensamiento, y
no de la percepción sensorial.
Y por cuanto el
concepto verdadero, que expresa el “significado” universal socialmente
reconocido de la cosa, nace realmente de la confrontación dialéctica de las
diferentes representaciones, cada una de las cuales pretende a una
significación universal, a Platón le es fácil poder representarse el acto de
nacimiento del concepto como producto de la confrontación de una definición con
otra, es decir, del pensamiento consigo mismo. El mundo de las ideas se
presenta en su imaginación como un mundo construido a sí mismo.
La definición
“lógica” (verbal: de “λογοζ”) debe ser reflejada, definida exactamente y,
luego, debe contemplarse como un “objeto” con el cual el hombre debe contar
como con algo plenamente objetivo e independiente de los casuales caprichos y
arbitrariedades individuales. El movimiento ulterior debe consistir en el
esclarecimiento del lugar de esta definición en la composición del esquema
idealizado, pensado de la realidad.
Pero el esquema de
ideas en su totalidad –en este hecho es que se apoya la doctrina de Platón como
idealista objetivo típico– se contrapone al individuo como sistema cosmovisivo
de representaciones, completamente independiente de él, que expresa finalmente
el “interés” y el “bien” del organismo social. De esta forma, constituye un
punto de vista idealistamente hipostasiado, impersonalmente universal, de aquel
todo social, cuyo órgano de “autoconciencia” resulta ser el teórico pensante. Y
por cuanto este punto de vista “universal” se realiza directamente a través de
los conceptos universales, que expresan el significado “objetivo” de las cosas
independientemente por completo del individuo, en la composición del ser
social, los propios conceptos universales comienzan a parecer
esquemas-prototipos ideales autosuficientes.
Con agudo
antinomismo Platón opone también el pensamiento sobre el propio pensamiento al
pensamiento sobre la realidad sensorialmente perceptible. En su filosofía se
hacen objeto de análisis las definiciones, los puntos de vista universales ya
desarrollados en su tiempo, y no la realidad sensorialmente perceptible en
aquella especie suya en que fue ya expresada en las definiciones universales. Todas
aquellas definiciones, que fueron desarrolladas por los presocráticos como
definiciones de las cosas, Platón las contempla como definiciones de una
realidad incorpórea, atrapada por la razón, contrapuesta al mundo sensible. Y
de esta manera él transforma en objeto de análisis específico no otra cosa que
el esquema cosmovisivo de la realidad históricamente formado, o, más
exactamente, constituido en la lucha de las diferentes escuelas y direcciones
de su época, por el que se guiaba realmente la sociedad antigua en relación con
el mundo.
Hegel, valorando el
rol de Platón en el desarrollo del pensamiento filosófico antiguo, lo ve en que
aquél por vez primera hizo la “unión de lo precedente”, aunque tampoco “la
llevó hasta el fin”.12
Y realmente, puede
considerarse que el mérito de Platón en el plano del planteamiento de la
cuestión de la lógica está en que hizo de la investigación y la generalización
del desarrollo anterior del pensamiento filosófico la piedra angular del
sistema. En esencia él resulta el primer historiador de la filosofía entre los
filósofos. Precisamente en este camino él preparó el terreno para Aristóteles,
esta verdadera cumbre por encima de la cual la filosofía antigua ya no
consideró alzarse.
___________
NOTAS
(10) Hegel: Obras, M. 1932, t. 10, p.
216 (en ruso).
(11) Cfr: Platón: “El sofista”, 230D,
en: Obras, t. V, trad. de Karpov, 1879, p. 505 (en ruso).
(12) Cfr: Hegel: Obras, t. 9, p. 147
(en ruso).
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