La Revolución
de Octubre y los Intelectuales Argentinos*
Aníbal
Ponce
LA REFORMA UNIVERSITARIA, iniciada como un movimiento
de protesta contra una escuela envejecida, se convirtió rápidamente en una
verdadera revolución estudiantil (mayo de 1928). Una nueva generación entraba
vida proclamando muy alto su inquietud renovadora, y el país entero, preocupado
de otras cosas, sintió con asombro, su empuje y su fuerza. Entre las pasiones
callejeras que el periodismo encendía y los políticos aprovechaban, la juventud
universitaria de Córdoba tomaba por asalto el más firme reducto de la reacción
conservadora.
Mientras tanto, la neutralidad
aparente de la nación no alcanzaba a impedir que llegaran hasta nosotros los
estragos de la tragedia remota. Las facciones rivales envenenaban los espíritus
con sus odios recíprocos, y la guerra vivía en los hogares, en las escuelas, en
los partidos. Las mentiras de la prensa capitalista, la propaganda de las
agencias inglesas, el viejo amor filial hacia la Francia, el aparente idealismo
del presidente Wilson, parecieron conferir a los ejércitos aliados la defensa
victoriosa de los ideales revolucionarios.
Voces aisladas llegaron más tarde:
Romain Rolland, Barbusse, Frank, Latsko… Con los ojos enrojecidos por la
hoguera, con la palabra casi quebrada por la emoción, los precursores nos gritaban todo el horror de la mentira inicua: nada
de guerra por el derecho, nada de guerra por la justicia. Industriales de un
lado, industriales del otro; carbón y acero, hulla y petróleo. La pobre bestia
humana perecía a millones; ellos en cambio conquistaban la gloria, entraban a las
Academias, centuplicaban sus tesoros.
Nadie ha contado aún cómo latía
nuestro corazón de los veinte años en aquel momento decisivo de la historia. En
la incertidumbre y el desconcierto, llevábamos vividos varios años, tenso el
oído a los rumores lejanos. Sabíamos sí, con absoluta certidumbre, que la
sociedad feudal agonizaba y que entre los escombros de un mundo deshecho,
empezaba a diseñarse la ciudad del futuro. Desde la Rusia remota, el resplandor
de la hoguera llegaba hasta nosotros con un sordo clamor creciente, enorme y
vago como el pensamiento de las muchedumbres. Eran tan inauditos los sucesos,
que retrocedieron para nosotros los límites de lo imposible. Como en el verso
de Milton, “en medio del día habíamos visto levantarse la aurora”.
Pero, ¿cómo discernir entre el
tumulto de las voces, la palabra de vida que señalara el camino? ¿Quién echaría
sobre sí la responsabilidad tremenda de orientador y de vigía? En torno
nuestro, el espectáculo indigno de los momentos graves: los profesionales de la
política moviéndose en las sombras; los intelectuales del país llamándose a
silencio. El miedo en todas partes; el miedo hipócrita que siempre habla de la
patria y del hogar comprometido; el miedo en fin, que habría de dar, muy
pronto, en la “Gran Colecta” su nota cómica y en la “semana de enero” su mueca
trágica.
Sólo un hombre podía hablar y hacia
él se volvían nuestros ojos. Millares de estudiantes y de obreros caldeaban la
sala del Teatro Nuevo, la noche aquella de la conferencia memorable (122 de
noviembre de1918), como si la intensidad de la expectativa pusiera en cada uno,
un trémolo de emoción. Ingenieros apareció por fin, y con la misma sencilla
naturalidad de todo lo suyo, se adelantó a la tribuna como si fuera una
cátedra. Trazó a grandes rasgos el panorama revolucionario de la preguerra, tal
como se había presentado, con signos inequívocos, en las transformaciones de la
política, en las legislaciones del trabajo, en la renovación de los ideales
éticos. En los talleres y en las escuelas, en los parlamentos y en las
barricadas, mil indicios sugestivos pronosticaban la inminencia de una crisis
decisiva y nadie ignoraba que una guerra entre los grandes Estados capitalistas
europeos traería, como consecuencia lógica, el triunfo definitivo de las más
radicales aspiraciones de las izquierdas. Pero vino la “gran guerra” y pocos,
muy pocos en el mundo, pudieron sustraerse a la locura colectiva. La humareda
de los combates pareció enceguecerlos. Tomando partido por uno u otro de los
bandos combatientes, como si residiera en la victoria de las armas la finalidad
verdadera de la guerra. Fue a principios del 18 cuando ocurrió en Rusia un
vuelco decisivo, y el quinto congreso panruso de los soviets, al dictar para
los pueblos emancipados el Estatuto Constitucional, inauguraba un nuevo
capítulo en la filosofía del derecho político, imprimiendo nuevos caracteres al
sistema republicano de gobierno, nacionalizando las fuentes de producción,
suprimiendo el parasitismo de las clases ociosas. Pese a las injurias de las
agencias telegráficas que los gobiernos interesados difundían por el mundo,
Ingenieros afirmaba que el movimiento maximalista representa la Revolución
Social en su significado verdadero, tal como fuera previsto antes de la guerra y
tal como pusiera un rayo de esperanza en los ojos moribundos de Reclus.
Los errores inevitables del
comienzo, las aparentes contradicciones de los primeros pasos, los excesos del
sectarismo o del terror, podrán perturbar el juicio de los envejecidos o de los
espantadizos. Para quien siga el curso de la historia con la visión panorámica
que ignora los detalles, la Revolución Rusa señala en el mundo el advenimiento
de la justicia social. Preparémonos para recibirla; pujemos por formar en el
alma colectiva, la clara conciencia de las aspiraciones novísimas. “Y esa
conciencia –terminaba Ingenieros– solo puede formarse en una parte de la
sociedad, en los jóvenes, en los innovadores, en los oprimidos, que son ellos
la minoría pensante y actuante de toda sociedad, los únicos capaces de
comprender y amar el porvenir”.
Jamás, como en aquella noche,
Ingenieros estuvo tan cerca de nuestro corazón.
*El presente
texto pertenece al libro José Ingenieros,
su vida y su obra, publicado en 1926.
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