miércoles, 1 de abril de 2015

Literatura

Al Oficio Sin Par, Al Creador

Roque Ramírez Cueva


DESDE CUANDO SE TUVO EDAD DE CITAR muchachas para caminar y caminar –imaginando en mente pícara posesiones censuradas por pacatos, ¿o eran padres moscas?-  compartiendo chistes sin picante y aburriéndose muy incomodos de solo mirar estupefactos el uno al otro sus cambios de piel, sin poder remediarlo ¿éramos jóvenes de otros tiempos?  Desde esos meses en que se empezaba a enfrentar los avatares de la vida surgió la afición de garabatear signos larguiruchos o breves como la extensión de un hilo de araña. La misma pasión de las frentes arrugadas y los amigos que en  los años de años la tienen por atractiva como una chica a flor de hormonas sonriendo para vos. Afición exigente de callos en las nalgas, brava de domar en el papel. Sin embargo, jode que para obtener esta dádiva fugaz y, por cierto, pírrica se tenga que permanecer pegadas con silicona las nalgas al tablero de la silla, tu columna enhiesta, el mentón altivo. Si no lo haces un pico de loro con la seguridad de los cuernos que le ponen las chicas a los enamorados  de cuarenta en adelante morderá tu columna, corriéndose el inminente riesgo de esculpir una excepcional S de puras vertebras, y así se va en camino a emular al amante de Esmeralda en la Catedral de Notre Dame, allá por los tiempos románticos de París. Y en esta circunstancia, sí, ya estás muy jodido porque las muchachas con su guayabero aromático o su níspero hecho y dispuesto para el mordisco  te mirarán y arrullaran con sus ojos parecidos a la tristeza con tal que te enamores a lo platónico, conmiseración de ellas. “¡Carajo! Con una S a la espalda –pensó- me tratarán como a Quasimodo.”

¡Merde! La posición cotidiana y asfixiante de sentarse a garabatear no resulta incómoda, se te aprecia cómico y patético, lo peor es que te has acostumbrado a ir por ahí desenfadado paso a paso o ligero, ligero, cuerpo erecto como un falo buscando ingresar a la cueva de los leones –dicta un carnavalito del norte de Perú y de alguna villa española. Te agrada el bamboleo de tu deambular orondo. Erección que no alcanzan a lograr tus lomos cuando te amoldas a trazar el alfabeto en agrupaciones cortas o largas. Pose urticante que no puedes obviar en ese propósito de marchar directo al paredón de la gloria, la cual te puede hasta convertir en vil plagiario con tal de enredarte en ella.

El problema si lo hubiera –y claro que lo hay- es que cuando se avanza dando zancadas y aspeando los brazos se mira sin mirar y se oye sin oír, entonces asoman las dificultades porque los herederos de Alonso Quijano o de Melquiades conocen bien que aquello no es nada cuerdo menos acertado para susurrar historias o canturrear coplas a las muchachas aburridas de los días cotidianos y que ansían, su corazón y su cachondez, gozar de los deliquios aunque sea en la ficción, en el momento que los torpes les fallen en el tálamo. Cómo describir sin pescar el detalle de las cosas pequeñas que sumadas forman sus rasgos mayores, cómo musicalizar decires sin capturar el corazón del pensamiento, el enmelado del palabreo viandante como periplo gitano.

¡Joder! Palabra ajena. Así se expresa la monja española de colegio peruano cualquiera, enviada no para instruir en el catecismo cristiano, sí para delatar a maestros o alumnos hacedores de sub versos; dicha monjita se interesaba por tu vida, la de tus parientes sobre todo tus quehaceres, pero un coño le importaba la miseria y situación de alguna alumna violada por el padrastro, misma hija de Franco el dictadorzuelo hispano su papel meón era dar evidencias para colocarte ante el paredón. Se han entrenado ¡joder!, husmeando y dando desinformaciones a la policía secreta de su país  acerca de la actitud conspirativa de los etarras. ¡Joder! …  Ah, la palabreja se pegó después que se hubo leído un brillante cuento andaluz sin firma alguna. Y toda este parágrafo es una distracción inesperada, el subconsciente a menudo alertando de sombras siniestras, nada ajeno a un oficio plagado de infamias e indudables lealtades.

Decía, ni modo, a zampar el culo hasta aplastarlo en un tablón, tomar un papel sin mancha y disponerse a rasgarlo enlazando signos, te verás obligado a hacerlo aun contra tu voluntad o estirpe de pendejo aventurero, no por garabatear y garabatear, eso lo hace ya sabes cualquier hijo del cinismo pro creación  pro arte pro letras, además los otros desde el nivel más elemental lo aprenden. La obligación de amoldar las cuatro letras sobre almohadas te es impuesta por la necesidad sincera de convertir ese hilo de palabras en un acto de mera magia, ya se entiende convirtiéndote en omnipotente creador de mundos paralelos. Claro, siempre y cuando consigas elevarte a tal altura, de otro modo no hay posibilidad ni de soñarlo siquiera, aunque las varas de caña brava espigadas y ojos de pizpiretas a veces se lo hagan creer a todos quienes no se ejercitaron en estirarse a la sinceridad más allá de sus raíces.

¡Huevas! Te obligas hincado por un bicho NN que corroe tu piel, tu corazón o tus sienes para involucrarte en ese acto de locura alegre, afiebrada. Y, por supuesto, aprendes que el truco ya no consiste sólo en delirar aparte de tener ensueños. Es entonces que ya estás seguro de ello. Porque llegado a este punto, se empieza a tropezar con los gentiles de la tierra y sus dioses del cosmos aquellos que domaron y poblaron desiertos y valles inhabitables, con mujeres deslumbrantes de habilidades sumas para convivir con las arenas del tiempo y muy diestras en artes amatorias e insurrectas, a observar en la floresta intocada el vuelo de aves mágicas con plumas cromáticas inverosímiles, con niños de sombrero que en fugaz paso de estrella se vuelven grandes y fieros, con pueblos de esplendor y decadencia fundados o conquistados por seres comunes y únicos. Todo indescriptible a la pupila de los hombres simples aun cargados con monedas de plata.

Otro asunto que intuyes para crecer en ese vuelo espléndido, es sobre el medio por el cual desplazarte, los caminos no son extensos ni muy conocidos, todavía se van desandando, oteando sus lomas, esculcando sus recodos. Hay caminos de toda hechura y huellas dispares transitados por princesas o sandalias de cuero, muchas veces por descalzos callos. Mas de algo se está cierto y alumbrado sin bruma alguna, hollar las veras de voces sencillas con saludos a tu tamaño ni mirando hacia arriba tampoco hacia abajo o pisotear con el casco de la bestia,  dignidades. Ya se dijo y no se niega, hay caminos y caminos por los cuales ir de peregrino, de gitano, de conquistador o de fundador en el mejor de los sueños.

Los hombres altos, midiendo la talla de un niño no importa, con su insana antorcha  apuntan a conocer aquellas rutas adoquinadas que conservan la pisada del operador de maquinarias descifrador agudo de un tal Manifiesto. ¡No joroben! Tampoco obviarlo. Ya es de todos sabido, iluso aquellos que lo den por cierto, desandar y desasnar los asfaltos apisonados por ágiles faldas de drill rumbo a las fabriles parece fácil, solo parece, es más bravo que domar un caballo salvaje de las heredades de Andalucía. Antes habrá que seguir tras las  huellas de todos aquellos caminos fundadores ciertos, para recién ir tras el rastro de ellas, lectoras también del tan mentado El Manifiesto. Sería el sueño de una montaña de nieves ya no eternas, conocer y pisar tan nobles huellas dispuestas a señalar y desbrozar otras veras, campos de mundos sin propiedad ajena ni enajenada . En este afán no hay rutas del destino, si alguien de su lar no las camina por sendas extrañas que parezcan, tiene amputado sus orígenes, esencia de la vida, mas sus sueños no se le mezquinan.

No se le relegan, simplemente se le está concediendo el lugar final porque así lo demandan las cortesías. Desde luego, también los hay a la bonanza de todos los gustos y colores no dejando de ser los mismos. Se habla de los caminos del parnaso, musicales ellos allí el gorjeo de los ruiseñores silban que no pían nada. Caminando sobre él casi no te topas con quien puedas hablar siquiera en el latinismo del gestus, los campos lejanos puro prado hasta donde alcance el mirar, luego maravillosa arquitectura dando forma al espléndido ramaje, según canta el payador del pueblo. Como bien se ha oído, es similar al tono de un canto criollo de salón. Y para no hacer el andar aburrido se le inaugura y nombra Camino Real para que transiten reyes y su séquito rinda honores oficiales. Otra pregunta odiosa, ¿los caminos reales son asaltados? Transitarlo no tiene impedimento alguno sino el mero gusto de la levitación.

Pero llegados hasta aquí, ya se sabe cómo termina esa afición urticante de garabatear papeles impolutos, dirimiendo el oficio par de honrar al creador, entendiendo que hay creadores y creadores. El paso de los años y las canas entonces te hacen ver que las estupendas muchachas recién se enamoran de las creaciones de sus iconos ya de abuelos. Y aquellos para obtener siquiera un abrazo u ósculo, sin condición encabritada para dar rienda a sumos placeres, lloran como ñaños ante su fanática de turno ansiando pezones, y no repara zurumbática baba ni en el prestigio de los laureles obtenidos en él olimpo parnasiano.

En el garabateo de sentarse aun acogotado a poner el hombro para construir caminos no oscuros y compartirlos, estamos obligados a hacer esas preguntas indigeribles para algunos, ¿por dónde empezar?  De cajón, ante todo rechazar las recetas venidas de los estantes guarda datos. Se comenzará a desplazarse solo, hasta estar seguro que compañía de dos es la de uno, en la posición erecta que tanto disgusta a los pacatos y nunca a las féminas, abanicando brazos con ritmo, y las inevitables sentadas tendientes a ganarte almorranas son obligadas, no desdeñar la luz de los astros o sus satélites; inmejorable resplandor de luna que alumbra y relumbra página a página en miríadas de tipos tallados por Gutenberg.

Y bien, como lo anterior parece una evidente señal de ingredientes dispuestos en un papel, se nos impone obviarlo. Y, ¡cómo no! El verso del poeta español te lo advierte. Tenerlo en cuenta si se te ocurre averiguar, ¿Dónde va el camino? Un hombre sencillo te hará notar algo elemental y sabio, el camino nunca va, tú vas en él. Tú vas en él.



Criticando al Crítico (Ampliación)


Julio Carmona


ANTONIO CORNEJO POLAR (ACP), en su apreciación sobre «lo nacional» en José Carlos Mariátegui (JCM)[i], empieza recusando los trabajos que abundan en citas para exponer o precisar el pensamiento de JCM, a los que acusa de «solidificar» dicho pensamiento, y los equipara incluso a «la argumentación escolástica basada —dice— en los “criterios de autoridad”», y concluye que esa «es la manera más segura de traicionar la vitalidad creadora del magisterio de Mariátegui.» (p. 49).[ii] Pero es esta una posición que el mismo JCM no compartía. Por ejemplo, refiriéndose a Unamuno dice: «A Marx hace falta estudiarlo en Marx mismo. Las exégesis [es decir, las interpretaciones] son generalmente falaces. Son exégesis de la letra, no del espíritu» (SO: 118); nos dice, pues, JCM que a Marx ‘se lo debe estudiar en sus propios textos’ y ‘no en los textos de sus intérpretes’.[iii]

Pero también JCM recomienda al lector no quedarse en la ‘exégesis de la letra sino que se debe pasar a la del espíritu’: no quedarse contemplando la superficie aparentemente calma de las aguas del río, se debe penetrar en su profundidad para descubrir sus correntadas y remolinos en ebullición. Resulta, entonces, que la letra dice más de lo que su superficie —literal— expresa. La letra es el cuerpo, la idea que encierra es el espíritu. Por eso JCM sugiere que al momento de escribir con una técnica nueva, esta «debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado» (EAE: 18). Entonces, esa expresión comentada (de estudiar a un autor en sí mismo) implica no abstenerse de citar los textos del autor tratado, pero tampoco quedarse en una lectura superficial.

Por ejemplo, cuando JCM, en su apreciación de Jorge Manrique, cuestiona que se le atribuya a este una ideología pasadista, dice: «Es tiempo de protestar contra el capcioso conato, exonerando a Jorge Manrique de la responsabilidad que una posteridad memorista, aunque de mala memoria, más pegada siempre a la letra que al espíritu de los libros y de los autores, pretende echarle encima.» (EAE: 127). Los exégetas —dice JCM— leyeron estos versos de Manrique: «… como a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor.» Y no fueron más allá de la frase «cualquiera tiempo pasado fue mejor», y le endosaron al autor el sambenito de ser un panegirista del pasado. Y, después de abundar con argumentos en contra de esa imputación, JCM concluye:

Jorge Manrique no es responsable sino de su poesía. No le imputemos ningún lema ajeno a su verdadero pensar. Releamos sus versos sin atenernos a especiosos fragmentos, ficticiamente recortados. Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionalistas. Porque la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre. (El artista y la época, 129-130).

Y, obviamente, el espíritu del autor está en sus letras, y a él se debe acceder a través de esas letras pero con una interpretación auténtica, fidedigna. Quedarse en la letra puede devenir tergiversación. «Lenin nos prueba —escribe JCM— en la política práctica, con el testimonio irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y superar a Marx» (DM: 105). Aquí se puede decir que la única manera de proseguir y superar a Mariátegui es relacionando su letra con el marxismo, vale decir, destacando su espíritu revolucionario, o sea que los indicados a hacerlo son los marxistas y revolucionarios y no los ideólogos pequeño o gran burgueses que buscan —con interpretaciones sesgadas de sus textos y sus contextos— castrar, precisamente, lo esencial de su marxismo: lo revolucionario.

Esa advertencia de morigerar las citas textuales, desde luego, es mucho menos aplicable a los casos en que se hacen como «selecciones» o «antologías», porque en ellos el objetivo es proporcionar material de lectura para que el lector interesado en temas específicos lo utilice con menor esfuerzo, y si se hace indicando la fuente, se ve que la honestidad es mayor ya que se da la oportunidad de ubicar en el contexto lo que ha sido extraído de ahí. Y, si de honestidad se trata, pongamos el ejemplo de un estudioso francés Roger Scarpit, quien —en la introducción a su Historia de la literatura francesa— escribe lo siguiente:
Intencionalmente hemos confundido realismo y naturalismo, y hemos separado dadaísmo y surrealismo [lo que contradice la opinión consensuada en contrario]. Y lo hemos hecho así porque tal es nuestra perspectiva, nuestra visión de la literatura francesa: al no exponerla francamente por temor a las críticas, hubiéramos pecado de falta de honestidad intelectual (p. 10. Corchetes míos).

La honestidad intelectual obliga a sustentar lo «descubierto» en una lectura, de la única forma como se debe hacer: citando textualmente la idea en la cual se cree haber descubierto un sentido «nuevo», y no enunciando solo ese «descubrimiento». En tal sentido, se puede aducir en defensa del sistema de citas que no necesariamente conduce a «solidificar» (anquilosar, reificar) el pensamiento estudiado; con él se puede buscar la fidelidad con el pensamiento del autor de que se trate, pues de lo contrario sus ideas deberán ser parafraseadas o interpretadas con el riesgo de la tergiversación o la manipulación. Y esto creemos haberlo detectado en el texto que aquí estamos comentando de ACP. Por ejemplo, para referirse al tema específico de la literatura peruana[iv] dice de JCM —sin citarlo— que tiene la «explícita voluntad [de] contribuir al surgimiento y consolidación de una literatura nacional peruana». Pero una lectura atenta de los textos de JCM revela que no existe esa explícita voluntad referida a la literatura escrita en el Perú.

Lo que, de hecho, se nota es que ACP ha realizado una paráfrasis de la frase que figura en el prólogo a 7 Ensayos..., en donde se lee: «Tengo una declarada y enérgica ambición: la de contribuir a la creación del socialismo peruano.» Y al haber hecho esa transposición de términos mezclando dos conceptos distintos y distantes (que es una manera de citar impropia) ha incurrido en el error que empezó recusando. Y es esta una práctica usual en ACP, pues hemos visto que hace lo mismo con una frase de Marx, dice: «… Mariátegui no se limitó a constatar un hecho y a interpretarlo en su proceso histórico; por el contrario, asumió ante él, como ante toda la realidad peruana, una actitud proyectiva y encauzadora: también en este caso no se trataba solo de comprender el mundo, se trataba de cambiarlo». La frase transmutada de Marx es la siguiente: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.»[v]

El hecho de omitir las citas textuales —por mínimas o extensas que estas sean— depara el riesgo de tergiversar las ideas del autor tratado. Y ese riesgo aumenta cuando, en lugar de citar al mismo autor comentado, se recurre a la paráfrasis o interpretación que ha hecho otro comentarista. Pongamos un ejemplo de esto. El médico psiquiatra José Li Ning hace referencia a la discriminación racial que sufrieron los inmigrantes chinos y japoneses en los años cercanos a la segunda guerra mundial. Y dice: «Políticos e intelectuales se sumaron a la campaña persecutoria que respondió a intereses de los grupos políticos, aun de los más progresistas de la época, siempre en relación con la superioridad étnica, sus acciones reflejaron que el pensamiento de la ilustración peruana no estuvo nunca distante de aquel de quienes preconizaban la superioridad racial aria.» (2014: 49). Y a renglón seguido, para reforzar su idea, cita a otro autor que dice:

En el Perú, a partir de 1934 se desató una campaña antijaponesa a través del diario “La Prensa”, bajo el nombre de “La infiltración japonesa”, y que se desarrolló durante varios años […] Además del diario La prensa (sic: ya sin comillas), participó en la campaña periodística una serie de pasquines y órganos de difusión de agrupaciones políticas, como la fascista Unión Revolucionaria y el Partido Aprista (Morimoto, pp. 101-102).

Nótese que en la cita precedente, se resalta la fecha de 1934 para referirse a la «campaña antijaponesa», sin embargo, sin reparar que a esa «campaña» no se puede sumar algo que —supuestamente— ha ocurrido en años anteriores (por ejemplo, incluir a JCM cuyo deceso ocurrió cuatro años antes), Li Ning acota: «Esta reacción racista de rechazo a un grupo étnico a favor de otro, incluye la de Mariátegui».[vi] Y, sin más comentario, no cita al mismo JCM, para sustentar eso que está afirmando, sino que lo hace citando a un tercer autor, quien tampoco lo cita solo lo «parafrasea». Veamos:

[…] en Siete (sic) ensayos de interpretación de la realidad peruana […] afirmaba que los chinos y los negros no habían aportado nada a la sociedad y cultura peruanas (Mariátegui 1988: 315-316). La razón de esta idea estaría en la doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos, y que los asiáticos son “razas decadentes” […] El encuentro del indigenismo con el nacionalismo resultó en la exclusión de los negros y chinos que fueron considerados inapropiados para la nación peruana (Yamawaki, 2002, p. 105). 

Lamentablemente, las tres ediciones que manejamos de 7 Ensayos… (1958, 1968 y 1980, de la Biblioteca Amauta) tienen distinta paginación y no coinciden con los números de páginas que figuran en la cita (y ahí tampoco se especifica la editorial). Pero en las tres he encontrado lo que JCM dice sobre el tema (negros y chinos), y lo que dice (no lo que yo interpreto) está referido al nulo aporte cultural (no racial) de los negros y chinos que eran traídos como esclavos, no como individuos creadores de cultura. Dice, por ejemplo:

El chino y el negro complican el mestizaje costeño.[vii] […] El coolí chino es un ser segregado de su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su raza, mas no su cultura. […] El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aun.[viii] […] No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura. (1958: 296-298; 1968: 270-271; 1980: 340-342).

No es, pues, como se desprende de la cita de Yamawaki: que la idea de JCM «estaría en la doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos, y que los asiáticos son “razas decadentes”.» Todo lo contrario. JCM está admitiendo su integración como «razas», pero advirtiendo sus limitaciones culturales por su condición de ser «razas» esclavas o esclavizadas; porque –—como dice Dante Castro Arrascue, refiriéndose a los chinos— «los que vinieron no eran embajadores de la ilustración oriental, sino esclavos». Por lo demás, se debe destacar que cuando JCM se refiere a los negros está hablando de lo ocurrido en la colonia, situación que se mantuvo hasta comienzos del siglo XX.Dante Castro hace también una precisa incisión a la presencia de la visión cultural (relacionada a lo literario) desde el interior de los grupos humanos distinguidos como chinos, dice: «La narrativa de los chinos en el Perú, escrita en castellano, ha sido hecha recién por SiuKamWen, a mediados de los 80 del siglo XX.» (Texto en Internet, igual que la cita precedente del mismo autor). Y en relación con los japoneses esa presencia se dio por la misma época con el narrador Augusto Higa y, bueno, también es el caso de José Watanabe. Y algo similar se puede decir en relación con los negros, a partir del trabajo de Nicomedes Santa Cruz, que se remontaría a los años 50 o 60 del siglo XX.[ix] Es más, en lo que se refiere al concepto de «raza» JCM tiene fuertes reparos. Dice:

Pero si la cuestión racial —cuyas sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles razonamientos zootécnicos— es artificial, y no merece la atención de quienes estudian concreta y políticamente el problema indígena, otra es la índole de la cuestión sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos —los elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con los términos de sociedad y de cultura— reivindican sus derechos. (1980: 343).

Las citas hechas hasta aquí de JCM corresponden al séptimo ensayo. Pero ya en el tercero «El problema de la tierra», dice: «El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en esta elementos de economía esclavista. (…) La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —este era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo[x]— sino de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicos de la colonia, a la vez que reforzar un régimen fundado solo en la conquista y en la fuerza.» (pp. 55-58). Y esa situación, que viene de la colonia, se verificaba aun a comienzos del siglo XX: «El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aun liberarse de esta tara [la tara de «un régimen fundado solo en la conquista y en la fuerza»], proviene en gran parte del sistema esclavista» [es ese sistema esclavista y no las «razas» sometidas a él lo que está siendo juzgado por JCM]. Y continúa precisando lo actual que era para él dicho problema:

El latifundista costeño no ha reclamado nunca, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación típica de un régimen de “encomenderos” contrariaba y entrababa como la de los negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la independencia. (Ibíd. Negrita del original).

Y en otro trabajo que trata sobre «Aspectos económico-sociales del problema sanitario», publicado un año antes a la edición de 7 ensayos…, en el que manifiesta su identificación humana con los trabajadores (sea cual fuere su color de piel —o su «raza»—: negros, chinos, indígenas), identificación obvia en alguien que ha adscrito la doctrina que busca unir a todos los trabajadores del mundo en una sola causa de liberación, ahí escribía lo siguiente:

Cabe señalar la influencia que tienen en la cuestión de la salubridad rural la supervivencia del viejo régimen y espíritu latifundistas. El hacendado colonial de antiguo tipo, ha heredado de sus abuelos un criterio feudal, casi esclavista, en abierto conflicto con la valoración moderna del capital humano. La mentalidad de «negrero» no se sintió condenada por la abolición de la esclavitud, dado que se le ofreció la oportunidad y los medios de subsistir al autorizarse el comercio de los coolíes. Por el bienestar del bracero aborigen, proveniente en gran parte de la sierra, esto es de regiones donde impera aun la servidumbre, el latifundista no manifiesta hoy un interés mayor que antaño por el bienestar del negro o del chino. (…) la sanidad tiene que triunfar no solo de la natural tendencia de las empresas a obtener los mayores rendimientos con los menores gastos, sino también del espíritu del señor feudal reacio a considerar al bracero humilde como a un hombre con derecho a un racional e higiénico tenor de vida. (Peruanicemos al Perú, pp. 115-116).

Como tales, esclavos, pues, era muy difícil —si no imposible— que los hombres y mujeres conformantes de esas razas y sectores laborales lograran revivir sus respectivas culturas originarias, aunque como individuos sí hubieran podido dejar algo meritorio: pienso en Pancho Fierro, para la pintura, o en José Manuel Valdés en poesía.[xi] Se ve, pues, que el prescindir de las citas (Yamawaki) lleva a realizar falsas paráfrasis o interpretaciones equivocadas de las ideas del autor tratado, y esto se hace más grave aun, si esas «paráfrasis» o interpretaciones sesgadas se admiten como válidas (Li Ning).

Obviamente, no estamos diciendo que las técnicas de la paráfrasis o la interpretación sean inválidas. En todo caso, se trata de hacer ver que tampoco el «sistema de citas» lo es —como sí lo pretendía ACP. Es más, para ratificar la validez de este sistema y, justamente, con perspectiva positiva de magisterio, recurrimos a la autoridad de un maestro del intelecto de Nuestra América, el cubano Juan Marinello[xii], quien en prólogo a un libro que recoge varias obras del argentino Aníbal Ponce, advierte un reparo a la profusión de citas que hace el maestro, y dice: «A veces, es cierto, quisiéramos camino más desembarazado y expedito —menos notas al pie de la página—, pero no olvidemos que un definidor de su talla y responsabilidad se ve forzado a destacar fuentes y raíces válidas a lectores que no las tienen a mano ni a su diario servicio. El trato con las obras citadas por Ponce puede ser la base de una buena cultura filosófica y sociológica, y no es ajeno el autor a la urgencia de ofrecer ese bagaje.»[xiii]

Y, reiteramos que, contrariamente a lo dicho por ACP, la elusión de las citas textuales puede estar sesgando el pensamiento del autor tratado. Y es lo que creemos detectar en lo hecho y dicho por él, puesto que JCM en ningún momento del séptimo ensayo —ni tampoco en otro de sus textos— dice tener la explícita voluntad de «contribuir al surgimiento y consolidación de una literatura nacional peruana», pues, en todo caso, tendría que haberlo hecho produciendo literatura y no metaliteratura. Esta se encarga de estudiar a aquella, que es producida por los literatos, y son estos los que contribuyen a su surgimiento o consolidación.

Lo que se propone, explícitamente, JCM es someter a juicio (en la acepción jurídica del término) a la literatura peruana, y, para cumplir su objetivo, precisa que en ella no hay unidad, por el contrario, dice que se la puede estratificar en tres períodos: colonial, cosmopolita y nacional; es decir, que dentro de la literatura peruana en general ubica a la nacional, en particular, con lo cual está planteando su diferenciación, y su no homogeneidad, ergo, no se puede confundir literatura peruana, con literatura nacional, como una sola y misma cosa. En una entrevista periodística, en el año 1994, la poeta Blanca Varela dijo: «La poesía es una sola.» Y esa es una verdad axiomática. Como lo es decir lo mismo de la pintura o la música, etc. Como lo es la humanidad. Pero, así, es una abstracción: hacerse una «idea» de la poesía, prescindiendo de todos los poemas en concreto. Cuando hablamos de estos, en particular, nos alejamos de la abstracción «poesía» para enfrentarnos con realidades y verdades específicas. Y estas no son las mismas para todos los individuos humanos, aunque sí lo sean para la humanidad en abstracto. La humanidad real, lamentablemente, está dividida. Es cierto que esta división es perniciosa y perjudicial para la humanidad misma, cuya felicidad se cifra en el entendimiento armónico de sus partes. Pero esto es lo ideal. Lo que se da en lo real es diferente. Pero eso no impide que se las estudie en su propia especificidad. Decía Marx: «Como vemos, cuando hacemos un análisis objetivo del mecanismo capitalista, ciertas tareas infamantes, que le caracterizan excepcionalmente, no pueden servirnos de subterfugio para eludir dificultades teóricas» (Capital II: 285).

Por cierto, esa diferenciación no es ajena a ACP, y esto se desprende de la lectura total de su texto; más aun, la constatación de esa disyunción —que, dice, se halla en JCM— lo lleva a esbozar una de sus propias tesis para estudiar la literatura peruana, su totalidad contradictoria[xiv], su heterogeneidad: «… queda en pie —dice ACP en el texto aquí comentado— una nueva alternativa para comprender nuestra literatura sin mutilar su pluralidad. No es que desaparezca el criterio de unidad, pero se le relativiza mediante un tratamiento histórico que permite pensar tanto en su paulatino y difícil logro, cuanto en el variado y problemático proceso que le antecede. Hoy se sabe que la unidad no se plasmó y hasta se puede pensar legítimamente que ese no es un objetivo deseable, pero, inclusive así, y gracias precisamente al pensamiento de Mariátegui, ahora se puede asumir como objeto de reflexión la heterogeneidad esencial de una literatura que no puede ser más unitaria que la desmembrada realidad de la que nace. En otras palabras: mientras la unidad no sea real (y pudiera ser que nunca lo sea del todo) la crítica no tiene por qué seguir violentando la naturaleza múltiple de nuestro proceso literario, buscando e imponiendo una unidad falaz y necesariamente empobrecedora…» (op. cit.: 55. Cursiva nuestra).

Obviamente, esa heterogeneidad de la literatura peruana ya se encuentra destacada en los planteamientos teórico-críticos de JCM. Y aquella unidad falaz y empobrecedora —como la llama ACP— no pasará de ser un anhelo, un deseo, un ideal. Como hemos visto en su última cita, ACP reconoce lo difícil si no imposible que es realizar o aspirar a esa «unidad», y es algo que en relación con el pensamiento de Mariátegui dice ser apodíctico, máxime si se reconoce que ese pensamiento está íntimamente imbricado a su concepción política revolucionaria, leamos lo anotado por ACP: «… cuando Mariátegui define en términos estrictamente históricos lo que entiende por nacional en la literatura peruana, cuando habla en concreto de un “período nacional”, está realizando una operación abiertamente ideológica: es nacional la literatura que asume, expresa y defiende los ideales e intereses del pueblo peruano. No otra cosa significan las siguientes y luminosas palabras de Mariátegui “lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario”.» (op. cit.: 59).

Empero, cuando ACP —seguramente para evitar la cita textual de JCM— reemplaza el esquema de estudio clasista de JCM, en el hecho real e incontrastable de la lucha de clases, por el de la heterogeneidad, deja abierta la posibilidad de esa unidad que ha puesto en duda, y, más aun, que aspira a ver realizada la existencia de una «literatura nacional peruana». Veamos cómo lo dice: «la aceptación de la pluralidad heterogénea implica una doble e importantísima reivindicación: la del carácter nacional y la del estatuto artístico de todos los sistemas literarios que efectivamente se producen en el Perú, aunque no tengan relación estable con el sistema y proceso de la literatura que normalmente monopoliza este nombre.» Y concluye el párrafo estableciendo que las manifestaciones literarias de toda índole producidas en el Perú «son literatura, de una parte, y son literatura nacional peruana, de otra.» (op. cit.: 56). Es decir, ya unificó lo que dijo que era casi imposible de unificarse. Y es «unificación» que no se puede sustentar con citas de JCM. Pregunto: ¿por eso sería que ACP recusaba el sistema de citas?





[i] «Apuntes sobre la literatura nacional en el pensamiento crítico de Mariátegui», en: Varios (1980). Mariátegui y la literatura. Lima: Amauta, pp. 49-60.

[ii] Actitud similar encontramos en Ricardo Portocarrero Grados: «Más que repetir hay que superar a Mariátegui», dice en: Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero Grados (2005). Invitación a la vida heroica. José Carlos Mariátegui: textos esenciales. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú. p. XXXIV.

[iii] No se podría decir esto, por ejemplo, de Sócrates, a quien solo se le puede estudiar a través de lo que sus discípulos (Platón o Jenofonte) dicen que dijo. Y bien se sabe que lo dicho por Sócrates a través de Platón ya está cargado con mucho de la cosecha de este.
[iv] Para JCM los términos de «nacional» y de «peruana» no son sinónimos, conversión sinonímica que, al final, veremos cómo ACP sí lo hace.
[v] La cita de ACP la hemos tomado de Tomás Escajadillo, «Ciro Alegría, José María Arguedas y el indigenismo de Mariátegui». En: Varios (1980). Mariátegui y la literatura. Lima: Amauta, pp. 61-106. La cursiva es de Tomás Escajadillo, y él hace la siguiente referencia hemerográfica: ACP, «Para una interpretación de la novela indigenista». En: Casa de las Américas N° 100, La Habana, enero-febrero 1977, p. 42.
[vi] José Li NingAnticona (2014). Cosas de familia. Metáfora de la identidad en la poética de José Watanabe. Lima: Murrup Ediciones. (Ibídem.)
[vii] Decir ‘lo complican’ no debe interpretarse como ‘lo malogran’ sino como que hace más difícil su estudio. A pesar de que ya don Manuel González Prada había escrito que: «Hay tal promiscuidad de sangres y colores, representa cada individuo tantas mezclas lícitas o ilícitas, que en presencia de muchísimos peruanos quedaríamos perplejos para determinar la dosis de negro y amarillo que encierran en sus organismos…» («Nuestros indios», Horas de Lucha).
[viii] En lo cultural, no en lo racial… ¡debe insistirse! Y para determinar o precisar las expresiones de ‘nulidad o negatividad de ese aporte’ acudamos a una constatación histórica: recién a mediados del siglo XIX, en lo que Basadre define como la multitud religiosa, él dice que en las procesiones se podía espectar «la danza de los diablos, compuesta por negros y sirvientes, vestidos de modo extravagante, cubiertos los rostros con máscaras de diablos y animales, bailando desaforadamente y con rudo estrépito», y se daban también —agrega Basadre— reuniones a las que asistían «los negros aguadores y se dividían en bandos en medio de declamaciones soeces y jolgorio estragado, supervivencia quizá de añejos “autos sacramentales” a la vez que eslabón para el folk-lore y el teatro peruanos.» (La multitud, la ciudad y el campo, pp. 183-184).
[ix] Habría que agregar aquí, a propósito de Nicomedes Santa Cruz, que él —como muchos otros falsos intérpretes de JCM— también arremetió en su contra acusándolo de racista y poniendo en duda su calidad de marxista. Y, en realidad, lo hace con argumentos que no resisten el menor análisis. Y lo mismo se puede decir de Marcel Velásquez, un crítico joven (aunque decrépito por su filiación ideológica con el más rancio ideario derechista: Riva-Agüero, Pardo y Aliaga, García Calderón, Loayza), y, precisamente, de Loayza dice que a diferencia de los que «sacralizan» a JCM, ofrece una crítica «más lúcida», y menciona supuestos «gruesos errores» resaltados por él —que sería ocioso ponerse a rebatir aquí—, errores a los que Velásquez suma otros que terminan con «su racismo contra negros y chinos que ya en su época era una posición retrógrada.» (2002: 30). Adhiero a la opinión de Dante Castro quien —de manera escueta pero contundente, refiriéndose a Nicomedes Santa Cruz— desvirtúa tales argumentos, y dice: «Creo que es suficiente, para no terminar haciendo un mal responso al fallecido decimista, porque de una respuesta a su artículo saldría toda una tesis». (Ibíd.)
[x] Nótese que aquí JCM hace una paráfrasis de lo sostenido por sociólogos de medio siglo atrás; y solo una lectura equivocada o malintencionada atribuiría a su pertenencia la frase «raza inferior».
[xi] José Manuel Valdés (1767–1843) fue un médico, latinista, poeta, parlamentario y personaje ilustre de la sociedad limeña de finales del s. XVIII y mediados del s. XIX. (Cf. Milagros Carazas, El canto del tordo. Estudios Afroperuanos. Espacio virtual de reflexión y crítica sobre literatura y cultura afroperuanas). A propósito de José Manuel Valdés dice José de la Riva Agüero (y lo citamos sin que eso signifique que estemos de acuerdo con lo que dice): «Por lo que toca a la raza negra, como no puede reconocérsele nada que se asemeje siquiera a un ideal literario, y como solo por excepción y en débil grado ha influido por la herencia sobre los que en el Perú han cultivado la literatura, parece necesario ocuparse en ella. No habrá persona, por mayor sutileza crítica que se le suponga, que vea en los versos de D. José Manuel Valdés influencias de origen africano, y mediante la lectura de sus obras no adivinaríamos su condición de mulato. Con todo, si el asunto fuera menos escabroso, cabría señalar en determinados casos de petulancia o indisciplinable turbulencia, la parte debida a la raza negra.» (1962: 72. Cursiva del autor). Es evidente la inclinación racista de este autor. Con todo, no puede menos que reconocerse su aserto de que los negros en la época colonial (y es a la que se refiere JCM), en su condición de esclavos, difícilmente hubieran podido desarrollar un trabajo cultural sostenido y fructífero (y esto es aplicable a cualquier individuo en esa condición de esclavo, sea cual fuere el color de su piel, y es en ese sentido que JCM hace sus incisiones al referirse al tema).
[xii] Juan Marinello y JCM se tenían aprecio mutuo, en El artista y la época, inserta la siguiente apostilla a una encuesta que hace la revista francesa Cahiers de l’Etoile: «… se creería llegar con excesivo retardo a su cita [de Cahiers de l’Etoile], si no encontrase en los últimos números de algunas revistas de América las primeras respuestas del mundo hispánico, entre ellas, 1a de Juan Marinello que tan deferente y elogiosamente me menciona.» (p. 30).
[xiii] Aníbal Ponce (1975). Obras. La Habana: Casa de las Américas, p. 10. Prólogo de Juan Marinello. Otro argumento a favor de las citas textuales de los autores tratados y sus respectivas referencias bibliográficas, en la dimensión magisterial, lo hemos encontrado en un libro del historiador Carlos Araníbar, y, dentro de él, en un ensayo referido a Jorge Basadre. Leamos: «Cuando fui estudiante, a menudo una alusión deslizada en sus escritos o encubierta en nota a pie de página me orientó hacia libros que hubiera tardado en descubrir por mi cuenta.» Araníbar (2013). Ensayos. Historia / Literatura / Música. Lima: Biblioteca Nacional del Perú, p. 93.
[xiv] Cf. Antonio Cornejo Polar (1989). La formación de la tradición literaria en el Perú. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones.



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