La Herencia
Cultural
(Cuarta
Parte)
Aníbal Ponce
El
análisis sociológico de sus producciones a la luz fecunda del marxismo ha sido
emprendido hace muy pocos años. Por eso cada "estreno" de una de sus
piezas —estreno desde el punto de vista del realismo socialista— constituye un
acontecimiento precedido de largos estudios y de minuciosas discusiones; un
acontecimiento que hace de Leningrado o de Moscú vastas academias populares en
que los obreros colman los teatros durante meses enteros, y en que la vida
cultural asume un brillo y un ritmo inusitados.
No olvidaré jamás la noche del
"estreno" cíe Ricardo III, el 27 de
febrero de 1935 en el Teatro Dramático de Leningrado. Saben ustedes muy bien
que la figura de Ricardo III es una de las más complejas entre las muchas que
Shakespeare ha creado, y que pasa además por ser ante los ojos de la critica
burguesa como "el tipo eterno de la perversidad política" (27).
Crónica dialogada como el
Enrique VI,
tiene un estilo seco y áspero, sin las complicaciones y rebuscamientos de
varias de las obras que le siguieron. Los movimientos de tropas, los espectros
que aparecen, los asesinatos y las batallas, crean problemas técnicos
difíciles. Pero a su vez, algunas escenas de una intensidad dramática
formidable —como el instante en que Ricardo III declara su amor fingido a la
viuda del hombre que ha ordenado asesinar y frente a cuyo cadáver se confiesa—
son para poner a prueba el talento del actor más acabado (28).
El teatro soviético, después de estudiar a
fondo el carácter realista de la obra de Shakespeare no se contenta con
afirmar que Ricardo III es la "encarnación abstracta del egoísmo"
como quería Schiller, ni una "monstruosidad" del espíritu por la cual
sintió Shakespeare disimulada simpatía, como da a entender Montegut. Ve en
Ricardo III, y con razón, al exponente vigoroso de los rudos tiempos en que la
nobleza feudal se entredevoraba; personaje no sólo de gran valor histórico y
cultural, sino tan bien dotado y decidido, que muchas veces obliga a
respetarlo. En las demás obras de Shakespeare hay a menudo otros personajes que
se acercan al protagonista y hasta lo hacen palidecer: en Julio César hay un
Casio; en Otelo,
un Lago. En Ricardo
III no hay más que Ricardo III. Todas las otras figuras
desaparecen y se esfuman a su lado, como en la vida de la historia los hombres
del feudalismo desaparecían y se esfumaban frente al señor absoluto que los
puso a raya. Ese aspecto histórico de Ricardo III —a pesar de todas las
libertades que Shakespeare se ha tomado con él, según su costumbre y su derecho—
es lo que hace precisamente de este hombre pérfido, guerrero bravo y asesino
sin escrúpulo, algo más que un monstruo o un perverso. Es el final de una época
lo que Shakespeare evoca con su colorido habitual de una crudeza hiriente: el
desastre definitivo del feudalismo. Y sobre ese desastre, la figura sangrienta
y terrible de Ricardo III, modelo de "hombre de estado fuerte" que
se coloca frente a las intrigas de la corte y las despedaza a todas con su
instinto alerta y sus manos recias.
¿Cómo transmitir esa impresión de la época
sin caer en el historicismo exterior de los "meiningenses" o en las
estilizaciones cada vez más abstractas de los Reinhardt? Ese era el primer
problema que en cierto modo dominaba a todos. Con un triple escenario,
cortinados de ambiente, trajes verídicos y detalles exactos sin ser cargosos,
lo más fundamental quedó muy pronto realizado (29). Pero era necesario subrayar
además, por labios del intérprete, el contenido social preciso de la obra: nada
de creaciones simbólicas ni moralidades eternas. Era un momento dramático de
las luchas de clase lo que el espectador soviético debía tener ante los ojos: y
si de un lado, el genio de Shakespeare puede enseñar todavía —aún bajo el signo
del Segundo Plan— cómo un autor dramático debe posesionarse de la verdad de su
tiempo y plasmarla en creaciones imperecederas, era necesario mostrar también,
que esas creaciones
no son otros tantos aspectos del hombre "eterno" y la humanidad
"invariable". El hombre, por el contrario, se modifica
con las circunstancias que lo educan y con las circunstancias que él
transforma. Y esta última parte, la de la práctica revolucionaria, es la que le
quita precisamente al teatro de Shakespeare su aspecto por momentos desolado,
su impresión muchas veces sombría de fatalismo inexorable.
Notas
[27]
Esas son las palabras de Montegut, en el tomo VI, pág.129, de su traducción
francesa de las Oeuvres Completes de
Shakespeare, edición Hachette. París, 1869.
[28]
Desde el punto de vista de los actores, véase por ejemplo Jules Truffier, Le Roi Richard III, en “Conferencia, 5
de febrero de 1930, París.
[29]
Para una idea general del teatro en la Rusia Nueva véase Le Théatre dans L’URSS, edición de Voks, volumen VI, 1933.
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