Páginas del Marxismo
Latinoamericano.
Segunda
Declaración de la Habana*
Fidel
Castro Ruz
(…)
Frente a la acusación de que Cuba quiere exportar
su revolución, respondemos: Las revoluciones no se exportan, las hacen los
pueblos.
Lo que Cuba puede dar a los pueblos, y ha dado ya,
es su ejemplo.
Y ¿qué enseña la Revolución Cubana? Que la revolución es posible, que los pueblos
pueden hacerla, que en el mundo contemporáneo no hay fuerzas capaces de impedir
el movimiento de liberación de los pueblos.
Nuestro triunfo no habría sido jamás factible si la
revolución misma no hubiese estado inexorablemente destinada a surgir de las
condiciones existentes en nuestra realidad económico-social, realidad que
existe en grado mayor aún en un buen número de países de América Latina.
Ocurre inevitablemente que en las naciones donde es
más fuerte el control de los monopolios yanquis, más despiadada la explotación
de la oligarquía y más insoportable la situación de las masas obreras y
campesinas, el poder político se muestra más férreo, los estados de sitio se
vuelven habituales, se reprime por la fuerza toda manifestación de descontento
de las masas, y el cauce democrático se cierra por completo, revelándose con
más evidencia que nunca el carácter de brutal dictadura que asume el poder de
las clases dominantes. Es entonces cuando se hace inevitable el estallido
revolucionario de los pueblos.
Y si bien es cierto que en los países
subdesarrollados de América la clase obrera es en general relativamente
pequeña, hay una clase social que, por las condiciones subhumanas en que vive,
constituye una fuerza potencial que, dirigida por los obreros y los
intelectuales revolucionarios, tiene una importancia decisiva en la lucha por
la liberación nacional: los campesinos.
En nuestros países se juntan las circunstancias de
una industria subdesarrollada con un régimen agrario de carácter feudal. Es por eso que con todo lo dura que son las
condiciones de vida de los obreros urbanos, la población rural vive aún en más
horribles condiciones de opresión y explotación; pero es también, salvo
excepciones, el sector absolutamente mayoritario en proporciones que a veces
sobrepasa el 70% de las poblaciones latinoamericanas.
Descontando los terratenientes, que muchas veces
residen en las ciudades, el resto de esa gran masa libra su sustento trabajando
como peones en las haciendas por salarios misérrimos, o labran la tierra en
condiciones de explotación que nada tiene que envidiar a la Edad Media. Estas circunstancias son las que determinan
que en América Latina la población pobre del campo constituya una tremenda
fuerza revolucionaria potencial.
Los ejércitos, estructurados y equipados para la
guerra convencional, que son la fuerza en que se sustenta el poder de las
clases explotadoras, cuando tiene que enfrentarse a la lucha irregular de los
campesinos en el escenario natural de éstos, resultan absolutamente impotentes;
pierden 10 hombres por cada combatiente revolucionario que cae, y la
desmoralización cunde rápidamente en ellos al tener que enfrentarse a un
enemigo invisible e invencible que no le ofrece ocasión de lucir sus tácticas
de academia y sus fanfarrias de guerra, de las que tanto alarde hacen para
reprimir a los obreros y a los estudiantes en las ciudades.
La lucha inicial de reducidos núcleos combatientes,
se nutre incesantemente de nuevas fuerzas, el movimiento de masas comienza a
desatarse, el viejo orden se resquebraja poco a poco en mil pedazos, y es
entonces el momento en que la clase obrera y las masas urbanas deciden la
batalla.
¿Qué es lo que desde el comienzo mismo de la lucha
de esos primeros núcleos los hace invencibles, independientemente del número,
el poder y los recursos de sus enemigos?
El apoyo del pueblo. Y con ese
apoyo de las masas contarán en grado cada vez mayor.
Pero el campesinado es una clase que, por el estado
de incultura en que lo mantienen y el aislamiento en que vive, necesita la
dirección revolucionaria y política de la clase obrera y los intelectuales
revolucionarios, sin la cual no podría por sí sola lanzarse a la lucha y conquistar
la victoria.
En las actuales condiciones históricas de América
Latina, la burguesía nacional no puede encabezar la lucha antifeudal y
antiimperialista. La experiencia
demuestra que, en nuestras naciones, esa clase, aun cuando sus intereses son
contradictorios con los del imperialismo yanqui, ha sido incapaz de enfrentarse
a éste, paralizada por el miedo a la revolución social y asustada por el clamor
de las masas explotadas.
Situadas ante el dilema imperialismo o revolución,
solo sus capas más progresistas estarán con el pueblo.
La actual correlación mundial de fuerzas, y el
movimiento universal de liberación de los pueblos coloniales y dependientes,
señalan a la clase obrera y a los intelectuales revolucionarios de América
Latina su verdadero papel, que es el de situarse resueltamente a la vanguardia
de la lucha contra el imperialismo y el feudalismo.
El imperialismo, utilizando los grandes monopolios
cinematográficos, sus agencias cablegráficas, sus revistas, libros y periódicos
reaccionarios, acude a las mentiras más sutiles para sembrar el divisionismo, e
inculcar entre la gente más ignorante el miedo y la superstición a las ideas
revolucionarias, que sólo a los intereses de los poderosos explotadores y a sus
seculares privilegios pueden y deben asustar.
El divisionismo —producto de toda clase de
prejuicios, ideas falsas y mentiras—, el sectarismo, el dogmatismo, la
falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, a
sus partidos, organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción
imprescindibles entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros
pueblos. Son vicios de crecimiento, enfermedades de la infancia del movimiento
revolucionario que deben quedar atrás. En la lucha antiimperialista y antifeudal es posible vertebrar la
inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación que unan el esfuerzo de la
clase obrera, los campesinos, los trabajadores intelectuales, la pequeña
burguesía y las capas más progresistas de la burguesía nacional. Estos sectores
comprenden la inmensa mayoría de la población, y aglutinan grandes fuerzas
sociales capaces de barrer el dominio imperialista y la reacción feudal. En ese amplio movimiento pueden y deben
luchar juntos, por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el
bien de América, desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero
que no tenga nada que ver con los monopolios yanquis y los señores feudales de
la tierra.
Ese movimiento podría arrastrar consigo a los
elementos progresistas de las fuerzas armadas, humillados también por las
misiones militares yanquis, la traición a los intereses nacionales de las
oligarquías feudales y la inmolación de la soberanía nacional a los dictados de
Washington.
Allí donde están cerrados los caminos de los
pueblos, donde la represión de los obreros y campesinos es feroz, donde es más
fuerte el dominio de los monopolios yanquis, lo primero y más importantes es
comprender que no es justo ni es correcto entretener a los pueblos con la vana y
acomodaticia ilusión de arrancar, por vías legales que no existen ni existirán,
a las clases dominantes, atrincheradas en todas las posiciones del Estado,
monopolizadoras de la instrucción, dueñas de todos los vehículos de divulgación
y poseedoras de infinitos recursos financieros, un poder que los monopolios y
las oligarquías defenderán a sangre y fuego con la fuerza de sus policías y de
sus ejércitos.
El deber de todo revolucionario es hacer la
revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no
es de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver
del imperialismo. El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario. Cada año que se acelere la liberación de
América, significará millones de niños que se salven para la vida, millones de
inteligencias que se salven para la cultura, infinitos caudales de dolor que se
ahorrarían los pueblos. Aun cuando los imperialistas yanquis preparen para
América un drama de sangre, no lograrán aplastar la lucha de los pueblos,
concitarán contra ellos el odio universal, y será también el drama que marque
el ocaso de su voraz y cavernícola sistema.
Ningún pueblo de América Latina es débil, porque
forma parte de una familia de 200 millones de hermanos que padecen las mismas
miserias, albergan los mismos sentimientos, tienen el mismo enemigo, sueñan
todos un mismo mejor destino y cuentan con la solidaridad de todos los hombres
y mujeres honrados del mundo entero.
Con lo grande que fue la epopeya de la
independencia de América Latina, con lo heroica que fue aquella lucha, a la
generación de latinoamericanos de hoy les ha tocado una epopeya mayor y más
decisiva todavía para la humanidad.
Porque aquella lucha fue para librarse del poder colonial español, de
una España decadente, invadida por los ejércitos de Napoleón. Hoy les toca la
lucha de liberación frente a la metrópoli imperial más poderosa del mundo,
frente a la fuerza más importante del sistema imperialista mundial, y para
prestarle a la humanidad un servicio todavía más grande del que le prestaron
nuestros antepasados.
Pero esta lucha, más que aquella, la harán las
masas, la harán los pueblos; los pueblos van a jugar un papel mucho más
importante que entonces; los hombres, los dirigentes importan e importarán en
esta lucha menos de lo que importaron en aquella.
Esta epopeya que tenemos delante la van a escribir
las masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros
explotados; la van a escribir las masas progresistas, los intelectuales
honestos y brillantes que tanto abundan en nuestras sufridas tierras de América
Latina; lucha de masas y de ideas; epopeya que llevarán adelante nuestros
pueblos maltratados y despreciados por el imperialismo, nuestros pueblos
desconocidos hasta hoy, que ya empiezan a quitarle el sueño. Nos consideraba
rebaño impotente y sumiso; y ya se empieza a asustar de ese rebaño; rebaño
gigante de 200 millones de latinoamericanos en los que advierte ya a sus
sepultureros el capital monopolista yanqui.
Con esta humanidad trabajadora, con estos
explotados infrahumanos, paupérrimos, manejados por los métodos de foete y
mayoral, no se ha contado o se ha contado poco.
Desde los albores de la independencia sus destinos han sido los mismos:
indios, gauchos, mestizos, zambos, cuarterones, blancos sin bienes ni rentas,
toda esa masa humana que se formó en las filas de la “patria” que nunca
disfrutó, que cayó por millones, que fue despedazada, que ganó la independencia
de sus metrópolis para la burguesía, esa que fue desterrada de los repartos, siguió
ocupando el último escalón de los beneficios sociales, siguió muriendo de
hambre, de enfermedades curables, de desatención, porque para ella nunca alcanzaron
los bienes salvadores: el simple pan, la cama de un hospital, la medicina que
salva, la mano que ayuda.
Pero la hora de su reivindicación, la hora que ella
misma se ha elegido, la viene señalando, con precisión, ahora, también de un
extremo a otro del continente. Ahora,
esta masa anónima, esta América de color, sombría, taciturna, que canta en todo
el continente con una misma tristeza y desengaño, ahora esta masa es la que
empieza a entrar definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir
con su sangre, la empieza a sufrir y a morir.
Porque ahora, por los campos y las montañas de América, por las faldas
de sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad o en el tráfico
de las ciudades, o en las costas de los grandes océanos y ríos, se empieza a
estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de morir
por lo suyo, de conquistar sus derechos casi 500 años burlados por unos y por
otros. Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con
los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a
escribir ellos mismos, para siempre, su historia. Ya se les ve por los caminos,
un día y otro, a pie, en marchas sin término de cientos de kilómetros, para
llegar hasta los “olimpos” gobernantes a recabar sus derechos. Ya se les ve,
armados de piedras, de palos, de machetes, de un lado y otro, cada día,
ocupando las tierras, hincando sus garfios en la tierra que les pertenece y
defendiéndola con su vida; se les ve llevando sus cartelones, sus banderas, sus
consignas; haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo
de los llanos. Y esa ola de estremecido rencor, de justicia reclamada, de
derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre las tierras de
Latinoamérica, esa ola ya no parará más. Esa ola irá creciendo cada día que
pase, porque esa ola la forman los más, los mayoritarios en todos los aspectos,
los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar
las ruedas de la historia y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a
que los sometieron.
Porque esta gran humanidad ha dicho “¡Basta!” y ha
echado a andar. Y su marcha de gigantes
ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya
han muerto más de una vez inútilmente. ¡Ahora, en todo caso, los que mueran,
morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera,
irrenunciable independencia!
¡Patria o Muerte!¡Venceremos!
El
pueblo de Cuba
La
Habana, Cuba,
Territorio
Libre de América,
Febrero
4 de 1962
*Las
líneas maestras de este documento histórico conservan toda su actualidad.
(Comité de Redacción).
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